domingo, 17 de mayo de 2009

Leyenda

Los ojos del agua

I

Era una lúgubre noche de otoño, de aquella que recuerdas por la belleza con la que brillan los astros, y la vida e inmensidad que puedes sacar de su luz.
Era una de esas frías noches, en las que Don Flaín había salido, como hacía en todas aquellas que cumplían el requisito de dejarle contemplar el dulzor de los astros y la serenidad que le transmitía el rostro de la Luna.

Disfrutaba de sus pensamientos en aquellas noches solitarias, atormentándose con oscuras ideas sobre el desamor pasado, el tormentoso futuro y la prisión que era su presente.

A pesar de ser noble y adinerado, todo lo daría por amar a la doncella que vio en aquella cueva, cierta noche.

No podía vivir sin rememorar con detalle su belleza, sus bellos ojos verdes, su cabello oscuro, ondulado, cayendo en cascada sobre sus hombros descubiertos, aquellos hombros delicados que Flaín soñaba con acariciar tendido cada noche en su lecho.

Tenía aquel tono de piel pálido, que caracteriza a las rosas blancas y las hace delicadas, especiales y diferentes a todas las demás; el embrujo de su caminar, que hacía que el mundo de quien la mirara se trastornara hasta límites insospechados; oculta su sensual figura con un liviano vestido de color esmeralda, que no podía sino realzar la belleza de sus ojos.

Sí, Flaín la había amado desde la noche en la que la vio, y en cada paseo estrellado no podía evitar rememorar su encuentro.

O su desencuentro, ya que realmente, ni una palabra fue cruzada entre ambos.



II

Su mente recordaba sin velos aquella noche: una noche fría y clara, en la que, como cada vez que salía, había decidido pasear por el arrollo.

Solía seguirlo hasta llegar al lugar donde su curso tomaba vida, un lugar de calma, sosiego y soledad donde siempre había encontrado reposo para su alma en compañía de los astros celestes.

Caminaba contemplando el titilar de las estrellas cuando decidió bajar la mirada: había llegado al nacimiento del arrollo, y podía apreciar que algo se movía cerca del peñasco de donde manaba, viva, el agua.

Sus movimientos eran fluidos y cristalinos como los borbotones que manaban de la fuente; su risa, tintineante como el sonido que producían las gotas fugitivas al reunirse con sus hermanas en el curso fluvial.

Ella, fugazmente, ladeó su cuerpo, dejándole ver que entraba en la cueva que había detrás del peñasco donde segundos antes la había visto aparecer.

Flaín, loco de pasión, había corrido al encuentro de semejante ninfa, y para desilusión suya, dentro de la cavidad sólo pudo hallar los restos de un espejo, que recogió al considerarlos la única prenda que su amada le había dejado al partir.

Al volver a su hogar, no pudo sino contárselo a su escudero, que para su asombro, le rogó que enterrara bien lejos aquellos resquicios de su fugaz encuentro.

-Ruego a vos que apartéis eso de aquí, y de vos mismo, mi buen amo, ya que no es sino un artificio de la bruja del manantial para daros muerte y mentaros la ruina.

-¿Ella una bruja? Si la hubieras visto, escudero, no dirías semejante cosa, sino que alabarías la grandeza que desprende un ángel radiante como ella al bajar del cielo.

-Mi seño, conste que intenté advertiros.

Esto fue, lo que ocurrió en aquella mística noche.




III

Al fin lo había conseguido.

Llevaba meses trabajando en secreto en ello y al fin lo tenía.

Había vuelto varias veces a la cueva a buscar los restos del espejo, que era lo único que daba esperanzas al desbocado corazón de Flaín de reencontrar a su amada.

Y ahora, al fin, lo tenía.

El espejo estaba completo, y era el momento de retornárselo a su amada.

Dispuesta la capa, y guardado el espejo en su morral, se decidió a partir.

Esta noche no era clara como las demás en las que Flaín salía, sino que amenazaba lluvia y vendaval, pero como juzgaba Flaín, el amor no entendía de climatología.

No podía evitar sentir aquella extraña sensación de excitación y miedo por dentro que otorga el amor, ese vacío ardiente en el pecho que amenaza con explotar: ¿correspondería su amor?, ¿sería suya para siempre?, ¿qué haría si era rechazado?

Eran las típicas cuestiones del enamorado que decide declararse.

Temblaban sus manos, mas agudizaba su lengua para no fallar.

Piel de gallina, dudas, pero decisión.

Podía sentirla.

Estaba allí.

Su risa cristalina volvía a delatarla.

-Os traigo vuestro espejo, mi dulce dama, como muestra del fuego que arde dentro de mí: yo lo reconstruí como vos os reconstruís cada noche en mis sueños.

Prosiguió acalorado su declaración, hasta que la mujer se acercó a él y le tomó el espejo.

Se le quedó mirando con una risa juguetona en sus carnosos labios, y Flaín, cegado de pasión, trató de besarla.

Ella se apartó con un movimiento suave, exacto, preciso.

-¿Me rechazáis, amor mío?

Volvió a sonar su risa.

-No os rechazo mi paciente Flaín. Siento Flaín. Siento ese amor por vos tan fuerte como es el vuestro por mí. Pero ya que habéis traído mi espejo… decidme qué veis en él. Después seré vuestra para siempre.

Flaín, impaciente por el juego de la mujer, pero ávido de hacerla suya, tomó el espejo entre sus manos y miró.

-Sólo veo mi reflejo.

-Mirad más profundo amor mío… Mirad más allá de lo material… perdeos en el reflejo de nuestra unión eterna…

El noble empezó a verlo entonces. Ese reflejo no era el suyo: salía más demacrado, consumidas sus carnes; perdida la vida en sus ojos, el color en su piel, el ánima en la devoción a su amada.

Brillante como el verde de los ojos de la ninfa, brilló el espejo para, segundos después, dar paso a un silencio.

Nada se oía sino el cascabeleo del agua al caer….
Un caballo que volvía a casa sin jinete.

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